El otro día mientras transitaba en pleno centro de
Málaga por un carril bici se me vino a la cabeza aquella frase que Plotino dejó
dicha en algún lugar que ignoro y que dice así: “la Humanidad se haya a mitad de camino entre los dioses y las bestias”.
Y lo que indujo a esta conexión mental fue la
contemplación del siguiente cuadro. Una joven hembra humana, de piel morena y pelaje
castaño, que circulaba por delante de mí a escasos 25 metros , avistó a otro humano
de unos 65 años plantado inmóvil en el recién estrenado carril rojo de la
Alameda. Era un varón, de escaso pelaje, de escasa visión lejana (por sus
lentes), y, probablemente, con escaso conocimiento de los novedades
circulatorias respecto a los terrenos ganados para la bicicletas.
La joven humana, movida quizá por el riesgo que podía
suponer para ambos la situación; o movida, tal vez, por el malestar ante la
invasión de un espacio propio cuyo logro arrastra una larga historia de años de
protestas, promesas y esperas, hizo sonar su sonoro timbre una, dos, y hasta tres
veces sin encontrar respuesta alguna.
El macho adulto siguió parado, como ajeno a la escena.
Miraba a la bicicleta pero parecía no verla. La joven humana tampoco aminoraba
la velocidad ni parecía tener la intención de desviar su dirección. La colisión
iba a ser inevitable. Cuando el sexagenario humano despertó sus sentidos, vio la
proximidad del peligro, y comprendió que la batería de timbrazos que la enojada
ciclista venía disparando, primero desde la distancia y más adelante a
quemarropa, eran para él y sólo para él. Lejos de admitir que pisaba una tierra sagrada
y prohibida para los bípedos de su especie, elevó enloquecido al cielo su
bastón (convertido ya en garrote) y su voz (convertida ahora en bramido) y
escupió palabras insultantes en un perfecto castellano meridional.
La joven ciclista sorteó al engorilado hombre
invadiendo la calzada con el correspondiente riesgo de ser atropellada por un
vehículo motorizado. Enmudecida por la proliferación de los gritos ajenos y ensordecida
por los timbrazos ahuyentadotes del miedo propios, huyó metiendo el plato
grande en dirección al Paseo del Parque, sin hacer ni el más mínimo intento de
volverla cara.
Los viandantes miraban aquel espectáculo gratuito con
ojos de sorpresa. Alguno hacia aspavientos e increpaba al hombre desde la
distancia, lejos del alcance del palo que aún blandía en alto.
Y un servidor, frenado a escasos metros del lugar de
los hechos, esperaba que el encolerizado hombre moviera pieza para yo continuar
mi trayecto. Y, mientras eso ocurría, recordaba a Plotinio y me preguntaba
cuántos milímetros habrá evolucionado la Humanidad desde que escribiera aquella lapidaria reflexión;
y cuántos puntos nos habrán descontado por el episodio del carril bici de aquella
mañana veraniega.
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