23 agosto 2011

Un carril bici bestial

El otro día mientras transitaba en pleno centro de Málaga por un carril bici se me vino a la cabeza aquella frase que Plotino dejó dicha en algún lugar que ignoro y que dice así: “la Humanidad se haya a mitad de camino entre los dioses y las bestias”.
Y lo que indujo a esta conexión mental fue la contemplación del siguiente cuadro. Una joven hembra humana, de piel morena y pelaje castaño, que circulaba por delante de mí a escasos 25 metros, avistó a otro humano de unos 65 años plantado inmóvil en el recién estrenado carril rojo de la Alameda. Era un varón, de escaso pelaje, de escasa visión lejana (por sus lentes), y, probablemente, con escaso conocimiento de los novedades circulatorias respecto a los terrenos ganados para la bicicletas.
La joven humana, movida quizá por el riesgo que podía suponer para ambos la situación; o movida, tal vez, por el malestar ante la invasión de un espacio propio cuyo logro arrastra una larga historia de años de protestas, promesas y esperas, hizo sonar su sonoro timbre una, dos, y hasta tres veces sin encontrar respuesta alguna.
El macho adulto siguió parado, como ajeno a la escena. Miraba a la bicicleta pero parecía no verla. La joven humana tampoco aminoraba la velocidad ni parecía tener la intención de desviar su dirección. La colisión iba a ser inevitable. Cuando el sexagenario humano despertó sus sentidos, vio la proximidad del peligro, y comprendió que la batería de timbrazos que la enojada ciclista venía disparando, primero desde la distancia y más adelante a quemarropa, eran para él y sólo para él.  Lejos de admitir que pisaba una tierra sagrada y prohibida para los bípedos de su especie, elevó enloquecido al cielo su bastón (convertido ya en garrote) y su voz (convertida ahora en bramido) y escupió palabras insultantes en un perfecto castellano meridional.
La joven ciclista sorteó al engorilado hombre invadiendo la calzada con el correspondiente riesgo de ser atropellada por un vehículo motorizado. Enmudecida por la proliferación de los gritos ajenos y ensordecida por los timbrazos ahuyentadotes del miedo propios, huyó metiendo el plato grande en dirección al Paseo del Parque, sin hacer ni el más mínimo intento de volverla cara.
Los viandantes miraban aquel espectáculo gratuito con ojos de sorpresa. Alguno hacia aspavientos e increpaba al hombre desde la distancia, lejos del alcance del palo que aún blandía en alto.
Y un servidor, frenado a escasos metros del lugar de los hechos, esperaba que el encolerizado hombre moviera pieza para yo continuar mi trayecto. Y, mientras eso ocurría, recordaba a Plotinio y me preguntaba cuántos milímetros habrá evolucionado la Humanidad desde que escribiera aquella lapidaria reflexión; y cuántos puntos nos habrán descontado por el episodio del carril bici de aquella mañana veraniega.