28 noviembre 2012

¡Lo que cuesta domesticar a un carnicero!

(Con permiso del Zorro de Saint-Exupéry)

Domesticar es una palabra aplicada generalmente al género animal para significar el proceso por el cual canes, felinos, roedores, aves y hasta reptiles son acostumbrados a los hábitos humanos. Y como los humanos vivimos en hábitats denominados casas, y en latín este vocablo llamábase domus (domo), el verbo domesticar viene a ser eso de meter en la casa de uno a esos animalitos que antes dormían donde buenamente podían.
Quiero pensar que la domesticación no se produjo inmediatamente el día octavo de la Creación. Supongo que la aproximación de unos (humanos) y otros (animales) fue algo progresivo. Imagino que pasarían de la amenaza mutua al acercamiento; del roce, al conocimiento de los comportamientos;  y, finalmente, a la convivencia tolerante.
Los humanos, entiendo, se servirían de los herederos del Arca de Noe porque les aportarían trabajo, protección y compañía. Y las llamadas bestias recibirían de los descendientes de Noé comida, cobijo y, a veces, un trato casi humano. Convivir juntos significaba que los primeros se habrían de adaptar a los segundos, pero los segundos también a los primeros. Los horarios son humanos y los olores variados, animales. Aunque al revés también ocurre. Conozco casos que ilustrarían sobradamente esta inversión de facetas.
Pero domesticar es mucho más que un perro tenga como residencia la Calle Ayala, disponga de un carné con foto o que posea nociones de inglés básico (sit, down…). Domesticar es una actividad casi innata a la condición humana porque la venimos haciendo desde que salimos del Edén, vereda dentro, para descubrir y para fundar. Domesticar es atraer las cosas, aproximarlas hasta introducirlas en el perímetro de mi (domicilio) casa. Yo soy mi casa y mi casa soy yo. Domesticar es hacer que las realidades que nos rodean dejen de ser extrañas, ajenas y se vayan acercando y entrando en un contacto que las llevará a vincularse y a crear lazos. Domesticar es vincular y vincularse. Domesticamos y, también, somos domesticados. Un trabajo de días, meses, año, lustros, un empeño de toda una vida... Domesticamos canarios cantores, bolígrafos ultrafinos, novios despechados, coches con navegador, hijos indómitos, teléfonos móviles de última generación, suegras muy suegras, iguanas amazónicas, vecinos antipáticos, y también carniceros.
Hace diez años que me mudé de domicilio. Llevo diez años domesticando aceras, vecinos, tenderos… y, a la vez, siendo domesticado por todos ellos, o lo que es lo mismo, tratando de ser aceptado, querido, y respetado. Llevo muchos minutos invertidos en ser educado, cordial y respetuoso (que es mi forma de domesticar) para que con la crisis, no le salgan las cuentas a Antonio, mi carnicero, y cierre el negocio.
Cuando desmantelaron el establecimiento entendí que algo importante se había acabado de golpe. No tenía fuerza moral para empezar a domesticar a un nuevo carnicero. ¡Con lo que cuesta domesticar a un carnicero!
Cuando volví de mi letargo estival, lejos de esta templada Costa del Sol, recibí la sorprendente noticia de que mi cóyuge, en mi ausencia, había empezado a filtrear con un destazador de carnes joven y simpático. Ambos llevaban una corta pero intensa relación que nos iba a facilitar el camino de la domesticación. Hace unos días he entrado en acción y la cosa está yendo más rápido de lo que pensaba. Será que empezamos a ser viejos en esto de vivir.
Señoras y señores, les puedo comunicar que volvemos a tener carnicero.