(Con permiso del Zorro de Saint-Exupéry)
Domesticar es una palabra aplicada generalmente al
género animal para significar el proceso por el cual canes, felinos, roedores,
aves y hasta reptiles son acostumbrados a los hábitos humanos. Y como los
humanos vivimos en hábitats denominados casas, y en latín este vocablo
llamábase domus (domo), el verbo domesticar viene a ser eso de meter en
la casa de uno a esos animalitos que antes dormían donde buenamente podían.
Quiero pensar que la domesticación no se produjo
inmediatamente el día octavo de la Creación. Supongo que la aproximación de
unos (humanos) y otros (animales) fue algo progresivo. Imagino que pasarían de
la amenaza mutua al acercamiento; del roce, al conocimiento de los
comportamientos; y, finalmente, a la
convivencia tolerante.
Los humanos, entiendo, se servirían de los herederos del
Arca de Noe porque les aportarían trabajo, protección y compañía. Y las
llamadas bestias recibirían de los descendientes de Noé comida, cobijo y, a
veces, un trato casi humano. Convivir juntos significaba que los primeros se
habrían de adaptar a los segundos, pero los segundos también a los primeros.
Los horarios son humanos y los olores variados, animales. Aunque al revés
también ocurre. Conozco casos que ilustrarían sobradamente esta inversión de
facetas.
Pero domesticar es mucho más que un perro tenga como
residencia la Calle Ayala, disponga de un carné con foto o que posea nociones
de inglés básico (sit, down…). Domesticar es una actividad casi innata a la
condición humana porque la venimos haciendo desde que salimos del Edén, vereda
dentro, para descubrir y para fundar. Domesticar es atraer las cosas,
aproximarlas hasta introducirlas en el perímetro de mi (domicilio) casa. Yo soy
mi casa y mi casa soy yo. Domesticar es hacer que las realidades que nos rodean
dejen de ser extrañas, ajenas y se vayan acercando y entrando en un contacto
que las llevará a vincularse y a crear lazos. Domesticar es vincular y
vincularse. Domesticamos y, también, somos domesticados. Un trabajo de días,
meses, año, lustros, un empeño de toda una vida... Domesticamos canarios
cantores, bolígrafos ultrafinos, novios despechados, coches con navegador,
hijos indómitos, teléfonos móviles de última generación, suegras muy suegras,
iguanas amazónicas, vecinos antipáticos, y también carniceros.
Hace diez años que me mudé de domicilio. Llevo diez
años domesticando aceras, vecinos, tenderos… y, a la vez, siendo domesticado
por todos ellos, o lo que es lo mismo, tratando de ser aceptado, querido, y
respetado. Llevo muchos minutos invertidos en ser educado, cordial y respetuoso
(que es mi forma de domesticar) para que con la crisis, no le salgan las
cuentas a Antonio, mi carnicero, y cierre el negocio.
Cuando desmantelaron el establecimiento entendí que
algo importante se había acabado de golpe. No tenía fuerza moral para empezar a
domesticar a un nuevo carnicero. ¡Con lo que cuesta domesticar a un carnicero!
Cuando volví de mi letargo estival, lejos de esta
templada Costa del Sol, recibí la sorprendente noticia de que mi cóyuge, en mi
ausencia, había empezado a filtrear con un destazador de carnes joven y
simpático. Ambos llevaban una corta pero intensa relación que nos iba a
facilitar el camino de la domesticación. Hace unos días he entrado en acción y
la cosa está yendo más rápido de lo que pensaba. Será que empezamos a ser
viejos en esto de vivir.
Señoras y señores, les puedo comunicar
que volvemos a tener carnicero.