07 agosto 2017

La guerra buscada | Ángel Montilla | 07 ago 2017

Lanza montecoronado una duda al aire consistente en si la cultura  y la civilización deben acallar, primero, y acabar, después, con la violencia que emerge de querer estar por encima de mi hermano, o, por el contrario, asumir que esa violencia es el motor de la propia evolución de la civilización.
¡Ah, qué encrucijada tan crítica!
Si me dejo arrastrar por mi medrosa tendencia a evitar el conflicto y, con ella, la violencia, concluiré que el progreso y la civilización deben caminar hacia horizontes donde la diferencia y la desigualdad se curen con jarabe de dialoguina.
En cambio, si me distancio  y observo lo existente, (desde la original desobediencia de Adán hasta la última acción del grupo Arran contra el turismo masivo en Cataluña), como acciones de rebeldía contra el estatus de lo establecido y sus estáticas estructuras, pues, en ese caso, lo que hago es sólo leer párrafos de la historia universal, epígrafe a epígrafe.
En fín, ahí me veo, dividido. Me contemplo como un privilegiado cósmico que vive en unas latitudes terráqueas donde filosofar amablemente sobre el fin sanador de la cultura en un áspero y violento mundo es un lujo, un embriagador lujo que me hace creer en la opción de la tolerancia y el entendimiento y apostar por ella;  y, por otro lado,  también me descubro comprensivo y hasta perplejamente condescendiente con los acontecimientos, pues soy sabedor que ese reino que observo desde la alta almena y que se extiende más allá de las fronteras de mi piel es genuinamente violento, porque es radicalmente injusto.
No sé qué decirte, montecoronado. Es agosto y las neuronas se reblandecen sobre el capó de mi alopécica testa.

Smashes

Smashes nace como respuesta a algo escrito y encontrado por ahí y digno de ser respondido. Smashes es como la devolución de una pelota que ha subido muy alta y, en su provocador vuelo de caída, no me ha dado más opción que agarrar la máquina de escribir con la derecha, levantarla  y devolver la bola al impulso de otras palabras que buscarán una dirección siempre para mí desconocida. 

11 septiembre 2013

La visita al médico

–  (Por megafonía) Ramón Velasco, pase a la consulta 1 y entre sin llamar.
–  Buenos días, con permiso.
–  Buenos días. Siéntese señor Velasco. Ramón Velasco, ¿verdad?
–  Sí, señor.
–  Usted me dirá.
–  Llevo varios meses con picores y escamas en esta zona.
–  A ver.
–  Y por aquí también.
–  Ajá. Ya veo. No se preocupe. Se trata de una dermatitis seborreica atópica constitucional.
–  Me está usted diciendo que arrastro esta enfermedad desde 1978, que fue el año de la aprobación de nuestra gloriosa Constitución.
–  Sí señor, como lo oye.
–  Pues, me está usted quitando un buen peso de encima, porque muchas personas me han alarmado diciéndome que esto tenía toda la pinta de ser una dermatitis preconstitucional, y ya sabe, para mí todo lo huela a antes de la Constitución, ¡lagarto, lagarto!
–  Se lo repito no tiene por qué preocuparse, le confirmo mi diagnóstico clínico inicial: sin duda es una dermatitis democrática.
–  Veo que sus palabras destilan diminutas gotas de alegría contenida, es que usted también es de…
–  Sí, sí, sí que lo soy. Aunque mi condición de servidor público no me permite declarar mis más profundas convicciones a pacientes desconocidos e indefensos como usted. Hoy estoy haciendo una excepción.
–  Le doy sinceramente las gracias, doctor. ¿Doctor…?
–  Doctor Domínguez, Indalecio Domínguez.
–  Un abrazo, doctor Domínguez.
–  Cómo no (se abrazan).
–  (Desde la puerta) Adiós, Indalecio.
–  Adiós, Ramón. ¡Viva la dermatitis constitucional!
–  ¡Viva! Buena mañana y buen servicio.
–  Igualmente, buenos días, tenga usted.

10 septiembre 2013

El eterno aprendiz

“Un nuevo aprendizaje es una ruptura del equilibrio momentáneo de los esquemas mentales del aprendiz” (adaptación de una idea de Ángel Pérez).

Aprender es una actividad innata a la existencia. No podemos cómo no aprender. Nuestro cerebro está programado para subsistir y, lógicamente, para eludir la muerte y los peligros que la recuerdan. Aprender es el camino para alargar todas las formas de seguir vivos.
Aprendemos para sobrevivir biológicamente, pero también social, cultural, familiar, personal y, hasta económicamente.
Y siempre se repite el mismo guión: cuando entra una nueva verdad, desequilibra la superficie del mar del saber, la onda revuelve el fondo y, finalmente, las aguas íntimamente conmovidas tratan de recomponerse y volver a su equilibrio inicial.
 
El ser humano es el eterno aprendiz hasta que alcance el equilibrio definitivo.

09 septiembre 2013

El último equilibrio



“La muerte es el equilibrio y el equilibrio es la muerte”

En el movimiento incesante de la vida y el vaivén incansable de equilibrios y desequilibrios surgirá un último hálito, un resplandor postrero, para dar paso al definitivo de los equilibrios, la muerte. Después el silencio, la oscuridad, la nada, el olvido.

17 agosto 2013

Las inconstantes constantes

“Las constantes son inconstantes” (José Antonio López Trigo)
Los encargados de la sanidad llaman constantes vitales a un conjunto de datos relativos al funcionamiento del organismo  (temperatura, respiración, pulso, tensión arterial…) que han de mantenerse en uno determinados  valores para asegurar la normalidad del estado del paciente. Es paradójico que las constantes no son tan constantes. No tenemos permanentemente la misma temperatura, ni el mismo pulso cardiaco porque son tantos los factores que alteran el orden necesario para vivir dentro los márgenes que lo que se considera la salud. Sin embargo, resulta curioso que el cuerpo ante las múltiples, continuas e inagotables variantes externas que lo desestabilizan trate en todo momento de buscar los límites de lo normal, de lo saludable, busque como un incansable Sísifo el equilibrio.

13 agosto 2013

El equilibrio es antinatural

“El equilibrio es lo más antinatural” (E.Chillida)
Hace años escuché en una conferencia estas palabras atribuidas a este escultor donostiarra. Me sorprendió la radicalidad de la frase. Y me refiero a radical en su acepción primera, como relativo a la raíz. La naturaleza en su esencia, en su raíz es vida, movimiento, puro desequilibrio. De ahí que el equilibrio sea antinatural.

11 agosto 2013

Por qué una etiqueta llamada EL EQUILIBRIO

Me sobrecogen los movimientos y los ajustes que cada ser realiza en el universo para encontrar un punto de estabilidad al que llamamos equilibrio. Desde las células microscópicas hasta las macroestructuras cósmicas realizan cambios (o los fuerzan a su alrededor) para alcanzar un cierto orden al que llamamos equilibrio que les permite sobrevivir, mantenerse o perpetuarse.


10 agosto 2013

Las tres en punto

–  Pase y espere de pie, Sr. Holton.
La puerta se abre. Entro. La puerta se cierra.
La habitación es rectangular. Las paredes blancas despiden tonos azules relajantes que agradezco en este trance. Hay un cristal negro a mi derecha. En el centro el gran trono y, sobre él, la corona. Un reloj fracciona el tiempo en partículas minúsculas audibles. Son las 14:55. El palo del segundero se mueve como una noria lenta y se acerca a la hora del desenlace.
– Siéntese y espere.
Me siento. Espero. El aire es incomprensiblemente fresco.
La puerta se abre. Entra un hombre. La puerta se cierra. Tiene gafas negras. No logro verle los ojos. Conecta los electrodos y, delicadamente, sujeta mis muñecas y mis tobillos con unas cintas de cuero. Aprieta despacio hasta que hago una mueca. Rocía sobre mi cabeza un líquido denso y transparente. El aire se ha impregnado todo de alcohol. Desciende la corona y la ajusta al perímetro de mi cráneo. Se retira. Me observa. Todo está bien. 
La puerta se abre. Sale. La puerta se cierra. Son las 14:58.
Decae la iluminación. Los tonos son de atardecer. El tiempo se desvanece, la escasa luz convierte el espacio en un escenario irreal. Decido cerrar los ojos. Apenas tengo un minuto de vida. No sé rezar. Tengo miedo. De repente, millones de fotografías antiguas empiezan a girar a la velocidad de la luz. Estoy en un vórtice imparable. Inesperadamente, todo para. Desde el fondo del caos emerge mi hija sonriente cuando tenía 18 meses. Decido quedarme aquí frente a ella para siempre.
De golpe el aire se hace denso. Soy arrojado al presente. No sé cuánto tiempo ha pasado. Me siento confundido, como salido de un mal sueño. Parece que un elefante late en mi corazón. No quiero abrir los ojos. Empiezo a contar instintivamente. Necesito saber que es real esto que vivo. Sobrepaso el cien cuando se enciende una luz insultantemente blanca. Me duelen las muñecas y los hierros se me clavan en la cabeza. Abro como en un largo parto los ojos. El reloj se ha parado, sigue marcando las 14:58.
La puerta se abre. Entra el hombre con una banqueta. Se sube. Da cuerda al reloj. Lo ajusta con el de su muñeca. Ahora son la tres en punto.
El hombre sale. La puerta se cierra.

El aire es nuevamente tóxico como el de una mina.

02 agosto 2013

Otro San Fermín


Desde hace años que vengo sintiendo sentimientos opuestos respecto a los encierros de San Fermín. Mi origen me ha predestinado a ser de ese colectivo que medio dormido se planta delante de la televisión antes de las 8 en punto, desde el 7 al 14 de julio. Con un padre taurófilo desde hace más de 70 años y una madre que el día en que nací ya me puso el pañuelo rojo de la sangre navarra, no tenía escapatoria.
Es curioso que desde la atalaya privilegiada de la proximidad al medio siglo contemplo cómo brotan espontáneamente fotogramas sanferminescos que me trasladan a años y escenarios diversos. Los  desordenados  recuerdos de ese yo, siempre cambiante y a la vez paradójicamente estable, me hacen sintetizar la experiencia en cinco palabras: tradición, espectáculo, morbo, negocio y barbarie.
El primer vocablo que irrumpe en el horizonte de mi reflexión es tradición. La tradición es la pervivencia de fragmentos de la cultura de otros tiempos. Aunque la cultura es una criatura siempre recién nacida, sin embargo, es de condición mestiza porque su padre, el impetuoso presente, deposita cada día su fresca semilla en el vientre atávico de su madre, que es el poderoso pasado. Cuando algunos frutos de la cultura pasada, como la tradición de correr los toros, perviven hasta hoy es porque conforman parte de la identidad de los pueblos y de su cosmovisión. El toro es el símbolo hispano más internacional que existe. Cambiar o romper tradiciones tan arraigadas e identitarias en estos tiempos de globalidad y de nuevos referentes panculturales puede resultar muy difícil. Una actividad festiva de varios siglos de historia ha de pesar mucho en la mesa de las decisiones.
El segundo término que asocio con los encierros de San Fermín es espectáculo. Básicamente, en un espectáculo intervienen espectadores que presencian las acciones de otros personajes que actúan para ellos. Un espectáculo es total cuando incorpora un abanico de estímulos sensoriales y, además, despierta emociones. San Fermín es color, sonido, aroma, sabor… y, por encima de todo, pasión. Así las cosas, ¿quién podría prescindir de un espectáculo tan total?
La tercera palabra que descubro, ahondando en lugares menos confesables para mí, es morbo. Esa inclinación a gustar de lo oscuro, lo cruel, lo bajo de las personas y de sus acciones. La morbosidad instalada en mí me hace esperar un encierro en el que pasen cosas: que se alargue, que se rompa la manada, que algún toro quede suelto, que haya peligro. Luego viene el sentido común y pone orden entre tanto desparrame de bajos instintos y genera culpa por albergar tales mociones. Los encierros, indudablemente, levantan toneladas de morbo. Por las calles de Pamplona los establecimientos repiten en un bucle eterno las imágenes del encierro de la mañana. Y yo no me canso de verlas y hablo de ellas hasta la saciedad. Y es que el morbo tiene algo de adictivo que hace necesitar cada vez dosis más altas, en este caso de riesgo, peligro, y emoción.
Para formular la cuarta palabra ha sido necesario tener una aproximación a conceptos como mercado, consumo, beneficios o marketing. Los encierros de San Fermín son, también, un negocio, un grandísimo negocio. En síntesis son un producto de primerísima calidad (espectáculo total), servido (retransmitido) con la máxima profesionalidad y dirigido a millones de potenciales consumidores ávidos de liberar adrenalina. Nadie sabe el alcance mediático y las repercusiones económicas directas e indirectas, dentro y fuera de la capital navarra que suponen estas fiestas y su producto estrella. ¿Quién querría descatalogar por razones éticas un producto tan sólido y estable que garantica seguridad y liquidez creciente?
La última palabra, y que además me incomoda, es barbarie. He tardado en dar nombre a lo que quiero expresar porque no me ha sido fácil encontrar una entrada que se ajuste en su totalidad. Los bárbaros fueron un pueblo, al que no tuve el gusto de conocer y que, a ojos de los lugareños peninsulares, debieron hacer tales barbaridades que estos acuñaron un adjetivo con el que recordarlos. El tiempo presente, en el que estoy escribiendo este artículo, supongo que es el momento de la historia de mayor desarrollo y civilización. El pasado  está plagado costumbres desaparecidas calificadas como bárbaras y superadas gracias a la evolución de las culturas y a la aparición de nuevas sociedades. Vivimos en un estado de derecho altamente reglamentado por leyes que protegen la vida humana y aseguran las condiciones que rodean su actividad: decretos, normas buscan la seguridad física y moral de sus ciudadanos. Paradójicamente no hay ley alguna que pueda garantizar la vida de ninguno de los dos mil o tres mil corredores que cada día corren el encierro. El azar, la nobleza de los toros o el capote de San Fermín salvan la vida de muchas personas que consciente o inconscientemente practican un juego que para algunos es mortal. Si los encierros fueran parte de la historia pasada y los viera sin la implicación emocional que ahora tienen para mí los calificaría de tradición bárbara y trasnochada. Tiempos  en los que la hombría se medía por las arrobas de temeridad necesarios para enfrentarse a las fuerzas titánicas de 6 toros bravos.
Hoy 13 de julio ha sido un encierro dramático al formarse un montón en el mismo callejón de la plaza. Como espectador he sentido la vulnerabilidad, la angustia y la asfixia de quienes sepultados no podían salir aplastados por otros corredores que reflejaban la sorpresa y el pánico de verse atrapados entre los caídos y los toros que chocaban contra ellos. Hoy es de esos días en los que creo que habría que poner a un lado de la balanza la tradición, el espectáculo, el morbo, el negocio y la barbarie y, al otro, la vida. Simplemente la vida aunque sea más anodina, más sosa, menos espectacular y apasionante y menos lucrativa.
Hoy 7 de julio a las 6 en punto de la mañana han salido de los corrales de Santo Domingo los 6 toros de la ganadería de Mazpule (de Colmenar). Los astados han realizado la carrera por las calles de Pamplona seguidos por los pastores que se han ido incorporando en distintos tramos del recorrido de lo que dentro de cien años serán los más famosos encierros del mundo, los encierros de San Fermín. (Recorte de prensa de un hipotético periódico anterior a 1888. Año en que dejaron de prohibir la participación de mozo en el encierro).
Viva San Fermín. Gora San Fermín.

28 noviembre 2012

¡Lo que cuesta domesticar a un carnicero!

(Con permiso del Zorro de Saint-Exupéry)

Domesticar es una palabra aplicada generalmente al género animal para significar el proceso por el cual canes, felinos, roedores, aves y hasta reptiles son acostumbrados a los hábitos humanos. Y como los humanos vivimos en hábitats denominados casas, y en latín este vocablo llamábase domus (domo), el verbo domesticar viene a ser eso de meter en la casa de uno a esos animalitos que antes dormían donde buenamente podían.
Quiero pensar que la domesticación no se produjo inmediatamente el día octavo de la Creación. Supongo que la aproximación de unos (humanos) y otros (animales) fue algo progresivo. Imagino que pasarían de la amenaza mutua al acercamiento; del roce, al conocimiento de los comportamientos;  y, finalmente, a la convivencia tolerante.
Los humanos, entiendo, se servirían de los herederos del Arca de Noe porque les aportarían trabajo, protección y compañía. Y las llamadas bestias recibirían de los descendientes de Noé comida, cobijo y, a veces, un trato casi humano. Convivir juntos significaba que los primeros se habrían de adaptar a los segundos, pero los segundos también a los primeros. Los horarios son humanos y los olores variados, animales. Aunque al revés también ocurre. Conozco casos que ilustrarían sobradamente esta inversión de facetas.
Pero domesticar es mucho más que un perro tenga como residencia la Calle Ayala, disponga de un carné con foto o que posea nociones de inglés básico (sit, down…). Domesticar es una actividad casi innata a la condición humana porque la venimos haciendo desde que salimos del Edén, vereda dentro, para descubrir y para fundar. Domesticar es atraer las cosas, aproximarlas hasta introducirlas en el perímetro de mi (domicilio) casa. Yo soy mi casa y mi casa soy yo. Domesticar es hacer que las realidades que nos rodean dejen de ser extrañas, ajenas y se vayan acercando y entrando en un contacto que las llevará a vincularse y a crear lazos. Domesticar es vincular y vincularse. Domesticamos y, también, somos domesticados. Un trabajo de días, meses, año, lustros, un empeño de toda una vida... Domesticamos canarios cantores, bolígrafos ultrafinos, novios despechados, coches con navegador, hijos indómitos, teléfonos móviles de última generación, suegras muy suegras, iguanas amazónicas, vecinos antipáticos, y también carniceros.
Hace diez años que me mudé de domicilio. Llevo diez años domesticando aceras, vecinos, tenderos… y, a la vez, siendo domesticado por todos ellos, o lo que es lo mismo, tratando de ser aceptado, querido, y respetado. Llevo muchos minutos invertidos en ser educado, cordial y respetuoso (que es mi forma de domesticar) para que con la crisis, no le salgan las cuentas a Antonio, mi carnicero, y cierre el negocio.
Cuando desmantelaron el establecimiento entendí que algo importante se había acabado de golpe. No tenía fuerza moral para empezar a domesticar a un nuevo carnicero. ¡Con lo que cuesta domesticar a un carnicero!
Cuando volví de mi letargo estival, lejos de esta templada Costa del Sol, recibí la sorprendente noticia de que mi cóyuge, en mi ausencia, había empezado a filtrear con un destazador de carnes joven y simpático. Ambos llevaban una corta pero intensa relación que nos iba a facilitar el camino de la domesticación. Hace unos días he entrado en acción y la cosa está yendo más rápido de lo que pensaba. Será que empezamos a ser viejos en esto de vivir.
Señoras y señores, les puedo comunicar que volvemos a tener carnicero.

30 agosto 2012

Amor de fondo

En este momento de mi vida las tres cosas que hago fuera de mis imperativos cotidianos tienen como ingrediente principal el paso lento del tiempo. Me gusta hacer pan, me gusta correr y me gusta escribir.
Esta mañana mientras en la cama pasaba del sueño a la vigilia y salía de la dimensión horizontal  (la que cunduce las ideas por escenarios imposibles), y me disponía a incorporarme y entrar en la dimensión vertical  (la que fija mi yo a la lógica del espacio y del tiempo), justo en esos segundos a los que llamo estado elucidario (porque alumbra brevemente el oscuro tunel del inconsciente), justo en esos instantes, se me ha desencadenado una imparable secuencia de imágenes y palabras. Por un lado los fotogramas de un par de sueños, por otro,  los rostros de las personas que ayer conocí en The loaf in a box *, y por último, antes de abrir voluntariamente los ojos, tres palabras: amor de fondo.
Mientras iniciaba en un protocolo lento el movimiento y mis pies se deslizaban por las zonas más frías de las sábanas, me he saltado los estiramientos de los diferentes segmentos corporales, y en un aterrizaje raudo y eficaz en el tibio piso de madera, me he dispuesto a registrar en mi cuaderno esta revelación verbal: amor de fondo (que, ciertamente, sabe a título de libro, de película, de canción o de modesta columna como la que estás leyendo).
Cuando establezco conexiones entre estas tres prácticas que liberadoramente realizo y sintetizo, en pocas palabras, algo de la esencia de lo que me aportan, descubro:  primero la constancia del correr (porque correr es imprimir una cadencia constante al movimiento); segundo el respeto de los tiempos de la fermentación del pan (porque hacer pan es hacer y dejar hacer a cada cual su parte de trabajo); y tercero la creatividad de escribir (escribir es hacer emerger a la superficie el intenso mundo, sublime o vil, que bulle dentro en un acto creativo). Constancia, respeto y creatividad, tres conceptos abstractos, tres sustantivos que recogen también, no podía ser de otro modo, la sustancia del amor que practico.
Esta mañana lloviznosa de este casi-udazken (casiotoño) navarro declaro que quiero seguir usando mis manos, mis pies, mi mente y mi corazón para hacer pan, correr, escribir y, por su puesto, para amar despacio y llegar lejos, lo que sencillamente es el amor de fondo.

(*)The loaf in a box fue una experiencia entre el 1 de julio y el 30 de septiembre de 2012 que se desarrolló en San Sebastián consistente en hacer y vender pan artesano en la calle, además de ser lugar de encuentro de panaderos y amantes del pan.

23 agosto 2011

Un carril bici bestial

El otro día mientras transitaba en pleno centro de Málaga por un carril bici se me vino a la cabeza aquella frase que Plotino dejó dicha en algún lugar que ignoro y que dice así: “la Humanidad se haya a mitad de camino entre los dioses y las bestias”.
Y lo que indujo a esta conexión mental fue la contemplación del siguiente cuadro. Una joven hembra humana, de piel morena y pelaje castaño, que circulaba por delante de mí a escasos 25 metros, avistó a otro humano de unos 65 años plantado inmóvil en el recién estrenado carril rojo de la Alameda. Era un varón, de escaso pelaje, de escasa visión lejana (por sus lentes), y, probablemente, con escaso conocimiento de los novedades circulatorias respecto a los terrenos ganados para la bicicletas.
La joven humana, movida quizá por el riesgo que podía suponer para ambos la situación; o movida, tal vez, por el malestar ante la invasión de un espacio propio cuyo logro arrastra una larga historia de años de protestas, promesas y esperas, hizo sonar su sonoro timbre una, dos, y hasta tres veces sin encontrar respuesta alguna.
El macho adulto siguió parado, como ajeno a la escena. Miraba a la bicicleta pero parecía no verla. La joven humana tampoco aminoraba la velocidad ni parecía tener la intención de desviar su dirección. La colisión iba a ser inevitable. Cuando el sexagenario humano despertó sus sentidos, vio la proximidad del peligro, y comprendió que la batería de timbrazos que la enojada ciclista venía disparando, primero desde la distancia y más adelante a quemarropa, eran para él y sólo para él.  Lejos de admitir que pisaba una tierra sagrada y prohibida para los bípedos de su especie, elevó enloquecido al cielo su bastón (convertido ya en garrote) y su voz (convertida ahora en bramido) y escupió palabras insultantes en un perfecto castellano meridional.
La joven ciclista sorteó al engorilado hombre invadiendo la calzada con el correspondiente riesgo de ser atropellada por un vehículo motorizado. Enmudecida por la proliferación de los gritos ajenos y ensordecida por los timbrazos ahuyentadotes del miedo propios, huyó metiendo el plato grande en dirección al Paseo del Parque, sin hacer ni el más mínimo intento de volverla cara.
Los viandantes miraban aquel espectáculo gratuito con ojos de sorpresa. Alguno hacia aspavientos e increpaba al hombre desde la distancia, lejos del alcance del palo que aún blandía en alto.
Y un servidor, frenado a escasos metros del lugar de los hechos, esperaba que el encolerizado hombre moviera pieza para yo continuar mi trayecto. Y, mientras eso ocurría, recordaba a Plotinio y me preguntaba cuántos milímetros habrá evolucionado la Humanidad desde que escribiera aquella lapidaria reflexión; y cuántos puntos nos habrán descontado por el episodio del carril bici de aquella mañana veraniega.


09 mayo 2010

Ciudadanos 100% ejemplares

La estadística es la ciencia auxiliar más poderosa que existe: manipulable, contradictoria, engañosa, y sobre todo inexacta. No lo digo yo, lo dicen aquellos a los que no les convencen las acrobacias algebraicas que con un puñado de datos recogidos hace cualquiera que quiera introducir una verdad que aspire a ser universal. También he leído en otro lugar que la estadística es la ciencia más importante y bonita que existe. Firmado por un estadístico, por supuesto.
Lo que está claro es que las cuentas y los números, en general, han de ser simples y los resultados razonables para cualquiera. Y eso mismo se le debe exigir a esta hija de las matemáticas.  Sin embargo no siempre es así, aunque los que usan los tantos por cientos para la defensa de sus intereses la consideran como la herramienta más útil y aplicable en beneficio de la sociedad (y del suyo propio) .
Utilidad y aplicabilidad. Dos puntos fuertes que contrarrestan sus dos puntos críticos: la relatividad interpretativa de los datos estadísticos y la manipulación tendenciosa de los mismos. Por ello, he tratado de que útiles y aplicables sean las conclusiones de la siguiente investigación.
Según datos estadísticos, basados en un estudio que me acabo de inventar, uno de cada tres ciudadanos devuelve una cartera que se encontró en la calle tal y como la recogió. Es decir, sin adelgazar su volumen a costa de apropiarse de esos apreciados rectángulos de papel elaborados en la Fábrica Nacional de Moneda y Timbre.
En ese mismo estudio, se cita también que uno de cada tres ciudadanos cuida sus pertenencias en lugares concurridos. Es decir, que toma las medidas mínimas de seguridad que le protegen de ese porcentaje pequeño, aunque no por pequeño deja de ser porcentaje, de peritos en la apropiación de cosas de otros.
Por último, añade el estudio que uno de cada tres técnicos en la sustracción de bienes ajenos lo hace sin molestar a los propietarios de los mismos. Es decir, que hacen su trabajo procurando que nadie se lleve un berrinche extra, al menos mientras operan.
Pero apliquemos la ciencia estadística para lanzar al mundo un mensaje con modestas pretensiones. Me dirijo, especialmente, a quienes (como yo en en menos de un mes) han vivido episodios de hurtos o robos con intimidación, bien como agentes, bien como sufrientes pacientes, o como impotentes observadores.
Primer mensaje: ¡Por favor!, que los dos ciudadanos que no devuelven las carteras o que las limpian antes de entregarlas a la policía, sigan el ejemplo del que no hace como ellos y piensen en qué estado les gustaría les fuera devuelta la cartera extraviada, si esta fuera suya.
Segundo mensaje: ¡Por favor!, que los dos ciudadanos descuidados tomen nota de las medidas básicas de seguridad que emplea el que no actúa como ellos y miren por sus cosas y las mantengan a la vista, porque así se ahorrarán muchos malos ratos ocasionados por ese apego a las cosas terrenales que tenemos los humanos.
Tercer mensaje: ¡Por favor!, que los dos ciudadanos chorizos sigan los pasos del “chorizo suave” y trabajen en lo suyo pero poniéndose en el lugar de las víctimas. No haciendo uso de la violencia y tratándolas con educación y buenos modales.
Los tres ciudadanos aunque son modélicos, cada uno en lo suyo, no representan un argumento numérico para convencer a nadie, porque el universo de la muestra (9 personas), tampoco pesa mucho.
Sin embargo si aplico la verborrea estadística la cosa cambia. Hago un intento propio de un titular de prensa:  
Según un estudio de DATA2 un 33% de la población encuestada actúa en materia de hurtos y robos siguiendo principio cívicos éticos basados en el respeto a las personas y a las cosas. El mismo estudio concluye que estos hombres y mujeres se convierten en ciudadanos ejemplares para ese otro 66% que descuida los deberes propios de su condición ciudadana.

Ahora mejor, ¿verdad?, porque hasta yo me lo creo.

11 abril 2010

Nuestro pasado delictivo


Hace unos días tuve un encuentro inesperado con una persona que me hizo recordar una parte oscura de mi pasado. Cuando entraba en la veintena pertenecía a una banda dedicada al rapto de figuritas de belén domésticas. Fueron 5 años muy intensos hasta que la moda de los árboles de Navidad se impuso en la mayoría de los hogares.
El modus operandi respondía casi siempre a un mismo patrón criminal: entre las 9 y las 10 de noche cualquier día navideño solíamos simular una visita amistosa a la casa de un vecino, un amigo, o un  familiar con la coartada perfecta de felicitarles las Navidades. Hasta ahí no podíamos levantar sospechas porque éramos personas, por lo demás, totalmente integradas socialmente. Una vez que nos abrían la puerta, nos hacían pasar al salón, que era el lugar donde se ubicaba el belén. Yo me encargaba de hacer una visual exprés de la distribución  de las figuras y ya iba seleccionando a la víctima. Mientras, mis compinches cantaban un repertorio de villancicos perfectamente ensayados que despertaba en los propietarios sentimientos de paz, amor y fraternidad. Tal eran los efectos de la música celestial que les incitaba a sacar bandejas de dulces tradicionales y botellas de licores de colores, que, por supesto, aceptábamos gustosamente. Era este el momento de actuar. Cuando se retiraban a la cocina, procedíamos al secuestro. Un ángel, el buey, un pastor, el niño Jesús, San José… cualquiera podía ser el elegido, que era ocultado en el oscuro bolsillo de un triste abrigo. Allí permanecería incomunicado hasta que al día siguiente fuera liberado en cualquier descampado de musgo artificial y serrín, o cerca de una fogata de papel celofán rojo, o montado en el camello del rey Baltasar.
Pero este no era el único acto que cometíamos. Avanzada la velada, solíamos terminar borrachos de tantos polvorones, alfajores, mantecados, bolitas de coco, roscos de vino, cerezas de licor, bombones, hojaldrinas, turrones, mazapanes y ferreros rocher; y empachados de tanta ingesta de anís, pacharán, brandy, amaretto, fray angélico, licor de crema catalana, licor de manzana y licor de los monjes de San Amaro. Cuando la euforia se instalaba en el aire, poseídos de no sabemos qué fuerzas desconocidas nos acercábamos con disimulo al nacimiento y  provocábamos permutaciones hilarantes. Las más sonadas fueron el aterrizaje del ángel con la leyenda “gloria in excelsis deo” en pleno arroyo de aluminio albal donde se bañaba una familia de patos, y la okupación ilegal del castillo de Herodes por un maleducado  caganer.
Al abandonar la casa, nos despedíamos con diligencia sabiendo que no volveríamos hasta que el tiempo borrara nuestros estragos de sus memorias.
La señora Carmen Sierra fue una víctima de aquellos años sin conciencia moral navideña. Ella despertó el un 2 de enero y contempló incrédula el nacimiento de un pequeño gorrino en el humilde pesebre. Todos los animales que cupieron dentro de su artístico portal de belén lo observaban atentos. El niño Jesús no apareció hasta el 7 de enero, cuando recogiendo lo encontró en el fondo de un pozo, según parece secuestrado por unos malvados legionarios romanos. San José y María, desconcertados,  fueron introducidos minutos antes en la caja de las figuritas sin saber el paradero de su hijo.
Estoy seguro de que Carmen me perdonó porque cuando el otro día me vio después de casi 20 años, me recordó y me sonrió. Y aunque Carmen ya no puede montar Belenes, le amenacé con un guiño, porque podría volver a su casa por Navidad.